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12 septiembre 2007

Yo, blanco

Siempre he sido consciente de pertenecer a un equipo de fútbol. Quizás sea la fidelidad más absoluta, y me permito desconfiar de aquellos que cambian de equipo alguna vez en su vida, aunque sólo sea una.

Era pequeño, tanto como para no recordar cuántos años tenía cuando mi padre me llevó al estadio por primera vez. Eso podría compararse a la primera cita con una chica si no fuera porque entonces mis hormonas no reconocerían la analogía.
El caso es que como pasa antes de las grandes citas, magnificas el hecho antes de que suceda. Iba a ver a los jugadores, el campo, el ambiente, la afición gritando, en fin, ese caos que todos ustedes comprenden pero que para un niño es como que los Reyes Magos repitan su visita una semana seguida. Como mi padre no tenía coche tuvo la brillante idea de ir en un autobús de una peña madridista, eso hacía el evento más excitante, iba a estar durante 25 minutos, el tiempo que duraba el trayecto, rodeado sólo y exclusivamente de los míos.

Los alrededores del estadio ya eran una fiesta, pero el momento glorioso fue cuando después de subir el equivalente a la Torre Eiffel, el olor a césped recién regado se metió en mis pulmones a la vez que en una especie de travelling hacia delante a cámara lenta, muy tipo Michael Bay, el estadio se empezó a abrir ante mis ojos. Fue mucho más de lo que esperaba.
Del partido ni me acuerdo ni posiblemente me quiera acordar, no fueron buenos tiempos para mi equipo.
Leo que el Real Madrid va a llevar la bandera española cosida en sus mangas.
Leo que el presidente del Barcelona se indigna porque se prohibe jugar a la selección de cataluña un partido de fútbol.

Desde aquí sólo se me ocurre decir, PUTOS NACIONALISMOS.


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